Pasadas estas cosas, en el reinado de Artajerjes rey de Persia, Esdras hijo de Seraías, hijo de Azarías, hijo de Hilcías, . . . este Esdras subió de Babilonia. Era escriba diligente en la ley de Moisés, que Jehová Dios de Israel había dado; y le concedió el rey todo lo que pidió, porque la mano de Jehová su Dios estaba sobre Esdras.

Y con él subieron a Jerusalén algunos de los hijos de Israel, y de los sacerdotes, levitas, cantores, porteros y sirvientes del templo, en el séptimo año del rey Artajerjes. Y llegó a Jerusalén en el mes quinto del año séptimo del rey. Porque el día primero del primer mes fue el principio de la partida de Babilonia, y al primero del mes quinto llegó a Jerusalén, estando con él la buena mano de Dios. Porque Esdras había preparado su corazón para inquirir la ley de Jehová y para cumplirla, y para enseñar en Israel sus estatutos y decretos. (Esdras 7:1, 6-10, RVR 1960)

Me encanta estudiar la Biblia y enseñarla a los demás. Se siente una verdadera alegría entender un pasaje y ayudar a otros a entenderlo bien también. Es emocionante cuando alguien que te escucha asiente y dice «¡Ajá!» y comprende una verdad importante de las Escrituras. Sin embargo, por muy emocionantes y agradables que puedan ser estas experiencias, en realidad pueden hacernos pasar por alto los propósitos mayores de Dios al darnos las Escrituras, y nuestra enseñanza puede convertirse en un peligro para nuestras almas y para aquellos a quienes enseñamos.

Al leer esta breve descripción de Esdras y lo que se propuso hacer, me siento alentado y desafiado por la forma en que abordó su tarea. Me hace preguntarme si estoy cumpliendo bien con las responsabilidades de enseñanza que Dios me ha dado. Por lo que muestra este pasaje, parece que hay un par de tentaciones de las que debo cuidarme, tentaciones que Esdras parece haber evitado con éxito.

La Biblia nos dice: «Porque Esdras había preparado su corazón para inquirir la ley de Jehová y para cumplirla, y para enseñar en Israel sus estatutos y decretos.» (v. 10). La primera tentación que reconozco en mí es la de estudiar las Escrituras sólo para conocerlas bien y ser considerado un maestro experto de la Biblia. Existe una sutil tentación de orgullo cuando estudiamos las Escrituras. Helmut Thielicke, un teólogo que escribió en la década de 1960, comprendió esta tentación y advirtió contra ella cuando escribió:

Truth seduces us very easily into a kind of joy of possession: I have comprehended this and that, learned it, understood it. Knowledge is power. I am therefore more than the other man who does not know this and that. I have greater possibilities and also greater temptations.

[La verdad nos seduce muy fácilmente y nos provoca una especie de gozo de poseerla: He comprendido esto y aquello, lo he aprendido, lo he entendido. El conocimiento es poder. Por lo tanto, soy más que el otro hombre que no sabe esto y aquello. Tengo mayores posibilidades y también mayores tentaciones.]

(A Little Exercise for Young Theologians, [Un pequeño ejercicio para jóvenes teólogos], Eerdmans, 1962, p. 16.)

Un mayor conocimiento de las Escrituras puede conducir a la soberbia, sobre todo si nuestro principal objetivo es comprender y utilizar nuestros conocimientos para elevarnos por encima de los demás. Ser maestro conlleva un estatus, y tenemos que cuidar nuestros corazones para que esto no se convierta en la finalidad de nuestro estudio. Esdras evitó esta primera tentación. No se contentó con conocer la Palabra de Dios, sino que se comprometió a ponerla en práctica, a vivirla, a permitir que Dios le enseñara lo que significa seguir Su instrucción, no sólo conocerla. Esdras demuestra un espíritu dispuesto a aprender, una voluntad de obedecer a Dios incluso cuando es difícil. Él hizo esto como parte de su preparación para enseñar a otros.

Esto pone de relieve la segunda tentación a la que me enfrento, a veces, cuando enseño. Cuando preparo un estudio bíblico para un grupo, puede ser fácil para mí centrarme en lo que he llegado a llamar «verdad de segunda mano», prestando atención a las lecciones de las Escrituras que mi grupo necesita escuchar y responder, pero de alguna manera pensando que no tienen que aplicarse a mí, o que puedo enseñarlas sólo porque las entiendo. Pero Dios realmente quiere enseñarme a mí primero, para que Su verdad obre en mi corazón y en mi vida, para que cuando yo enseñe, pueda compartir desde mi propia experiencia cuán buena es la voluntad de Dios. Dios quiere que aprenda y crezca primero antes de enseñar, para que tenga «verdades de primera mano» que compartir, y entonces pueda animar a aquellos a quienes enseño a ver lo buena que es la enseñanza de Dios, aunque no siempre sea fácil ponerla en práctica.

Quiero parecerme más a Esdras, y ruego a Dios que me ayude. Esdras parece haber escapado a estas dos tentaciones que podemos enfrentar como maestros de la Biblia. Era hábil en su comprensión de las Escrituras, y utilizó esta habilidad para estudiar la Palabra de Dios y entender lo que Dios deseaba de su pueblo. También determinó en su corazón hacer y vivir lo que aprendió de Dios, no sólo en entenderlo. Luego determinó en su corazón enseñar los estatutos de Dios al pueblo de Dios. Esta es una combinación poderosa; una combinación que Dios puede usar para transformarnos mientras nos preparamos para enseñar, y luego transformar a aquellos que se unen a nosotros para aprender de Dios a través de Su Palabra.

Señor, ayúdame a nunca contentarme con solo conocer bien tus Escrituras. Guárdame de la tentación de sentir soberbia por mi conocimiento. Ayúdame a desear vivir lo que aprendo de ti a través de tu Palabra antes de intentar enseñarlo a otros. Que Tú seas mi maestro, y que yo sea el «primero en aprender» al llevar a cabo las responsabilidades de enseñanza que me has dado. Por favor, bendice mi ministerio de enseñanza. Que tu «mano bondadosa» se pose sobre mí. Que seas glorificado con mi enseñanza, y que tu Espíritu Santo venga sobre mí, y sobre aquellos a quienes enseño, para que nuestros corazones y acciones concuerden mejor con tus deseos para nosotros, y te agraden. Líbranos de llegar a contentarnos con menos que eso. Amén.